lunes, 25 de noviembre de 2013

La Subcultura Bear


A finales de los 80 el barrio de Castro, en San Francisco, era ya muy conocido como un espacio gay: proliferaban los locales de ambiente, librerías, cines, restaurantes, la mayor parte de los residentes en el área eran gays, y numerosas organizaciones tenían sus sedes en el barrio.

El Castro no era ajeno a la estética del momento; por sus calles era frecuente ver paseando chicos de porte atlético, bien afeitados, jóvenes, elegantemente vestidos a la moda, afanándose en reproducir el modelo de belleza gay imperante. Pero, en esa misma acera, empezaban a aparcar sus motos unos tipos de aspecto muy distinto: barbudos, barrigudos, corpulentos, con las piernas enfundadas en viejos vaqueros y el vello del pecho asomando de la camisa de leñador entreabierta: los osos. Nadie sabe con seguridad cuándo se empezó a generalizar el uso de esta denominación, pero todo apunta a dos referencias: el bar Lone Star y la revista Bear Magazine. De hecho existía cierto lazo con la propia comunidad leather, ya que algunos moteros exhibían de forma orgullosa la barriga y la barba como señas de identidad, y se reunían también en el Lone Star. (Este vínculo persiste hoy en día, de forma que en la comunidad leather es fácil ver personas de aspecto osuno, y en los bares ‘bear’ encontramos a veces algunos osos con estética leather.)

Cuando aparece por primera vez el Bear Magazine, se produce un fenómeno social sin precedentes. La revista se agota en pocos días y comienzan a llegar a la redacción cientos de cartas eufóricas celebrando el contenido de la revista: por fin una revista con fotos de hombres peludos, gorditos, con barbas pobladas, y... sorpresa: ¡no superdotados! Pero vayamos por partes. ¿Qué es eso de "por fin"? La revista acababa de inaugurar la posibilidad de un reconocimiento distinto, un espacio de representación nuevo, había presentado una imagen de "cuerpo deseable" hasta entonces atípica, que sin embargo produjo la identificación de un enorme número de personas. Los lectores expresaban básicamente dos ideas: "a mí me encantan ese tipo de hombres, pero pensé que nadie compartía mi gusto", y también: "yo tengo ese aspecto, pero creía que yo no era deseable".
Los editores de la revista eran conscientes de la diferencia que querían marcar respecto a la imagen típica del cuerpo. Se posicionaron explícitamente criticando el imperio de ese cuerpo normalizado por la moda, excluyente de otras estéticas y formas de deseo. Esa reflexión política sobre el cuerpo tenía otra vertiente: los hombres que aparecían en las fotos tenían penes normales, no esas pollas descomunales de las revistas del mercado. Ello favoreció aún más la posibilidad de identificación de los lectores, liberándoles de los complejos de inferioridad que se suelen dar cuando uno se compara con semejantes prodigios de la naturaleza. Y, finalmente, los osos no eran necesariamente jóvenes: en la revista aparecían frecuentemente hombres maduros, mostrando gozosamente su desnudez (los osos polares, de hermosas barbas canosas).

El fenómeno bear se difundió rápidamente en EEUU y Canadá, y poco más tarde por Europa, Australia y Japón. Se fundaron numerosos clubes, se abrieron bares de osos, se crearon cientos de páginas de Internet, y se comercializaron otras revistas (Husky Magazine, American Bear, Bulk Male, Big Ad, etc), vídeos y complementos ursinos. En 1997 aparece el primer ensayo sobre el mundo de los osos gays, un estudio donde se analiza el origen de este movimiento, sus características y las implicaciones sociales que está teniendo  ("The Bear Book. Readings in the History and Evolution of a Gay Male Subculture", por Les Wright (editor). Harrington Park Press, Binghamton, Nueva York, 1997). En el Estado español se crean los primeros colectivos de osos a mediados de los años 90, y desde entonces han crecido hasta formar grupos en casi todas las comunidades autónomas. Bares como el Bear Factory en Barcelona, el HOT en Madrid o El hombre y el oso y el Man to man en Sevilla con referencias muy populares del movimiento oso del Estado español.

Los osos han producido un efecto de subversión en dos ámbitos diferentes: dentro del mundo gay, el movimiento oso es una estrategia de resistencia contra la tendencia dominante de valoración de un tipo de cuerpo/edad (danone/joven), está generando nuevos espacios de relación y de disfrute, y ha demostrado que existe una diversidad mucho mayor en las formas de relacionarse de los gays que la que se ofrece habitualmente en los medios de comunicación (incluidos los medios gays). En el ámbito heterosexual, la imagen de dos hombres barbudos besándose resulta tremendamente inquietante, rompe el molde tópico del "mariquita-loca-afeminado" que es tan útil para los héteros a la hora de distanciarse de los gays y de marcarles como una cosa rarita, ajena a ellos. Esto es distinto, la estética de los osos es cercana para el mundo heterosexual, demasiado cercana: el carnicero del barrio de la barba negra que te vende las morcillas o el fontanero de brazos peludos y bigotes que viene a repararte las cañerías pueden ser gays ("¡quién lo iba a decir!"). En el capítulo siguiente estudiaremos esa ‘cercanía’ en lo que supone de parodia de la masculinidad.


La subcultura de los osos tienen una relación paradójica respecto a la masculinidad. Por una parte se basan en el exceso, en una puesta en escena que muestra el carácter performativo del género. Por performativo entendemos el análisis que desarrolla Judith Butler en su libro El género en disputa. Butler toma la noción de Austin de actos performativos y, a partir de la elaboración que de ella hace Derrida, la utiliza para mostrar que el género en sí mismo es una ficción cultural, un efecto performativo de actos reiterados, sin un original ni una esencia:


“El género no debe interpretarse como una identidad estable o un lugar donde se asiente la capacidad de acción y de donde resulten diversos actos, sino, más bien, como una identidad débilmente constituida en el tiempo, instituida en un espacio exterior mediante una repetición estilizada de actos. El efecto del género se produce mediante la estilización del cuerpo y, por lo tanto, debe entenderse como la manera mundana en que los diversos tipos de gestos, movimientos y estilos corporales constituyen la ilusión de un yo con género constante. Esta formulación aparta la concepción de género de un modelo sustancial de identidad y la coloca en un terreno que requiere una concepción del género como temporalidad social constituida. Es significativo que si el género se instituye mediante actos que son internamente discontinuos, entonces la apariencia de sustancia es precisamente eso, una identidad construida, una realización performativa en la que el público social mundano, incluidos los mismos actores, llega a creer y a actuar en la modalidad de la creencia. [...] Las posibilidades de transformación de género se encuentran precisamente en la relación arbitraria entre tales actos, en la posibilidad de no poder repetir, una de-formidad o una repetición paródica que revela que el efecto fantasmático de la identidad constante es una construcción políticamente endeble. [...] El hecho de que la realidad de género se cree mediante actuaciones sociales continuas significa que los conceptos de un sexo esencial y una masculinidad o una feminidad verdadera o constante también se constituyen como parte de la estrategia que oculta el carácter performativo del género y las posibilidades performativas de que proliferen las configuraciones de género fuera de los marcos restrictivos de dominación masculinista y heterosexualidad obligatoria"

En el caso de la cultura bear, la representación es una replicación de “lo natural”. El hombre bear juega con una presunta naturaleza salvaje, una masculinidad idealizada que enlaza directamente con lo animal y que rechaza –aparentemente- los suplementos de la cultura gay dominante (interés por la moda, refinamiento, amaneramiento, maquillaje, afeminamiento, etc). Pero también en este caso se trata de una naturaleza que nunca estuvo allí, es decir, se recrea performativamente una estado natural-animal que jamás han experimentado los seres humanos. En ese sentido, la fragilidad de la masculinidad se muestra en la laboriosa reconstrucción, en la imposible nostalgia de un “hombre natural” que es recreado en la estética bear.

Este doble juego de natural-artificial se muestra claramente en la revista Bear Magazine. En la cabecera de la portada reza el siguiente frase: “Masculinity without the trappings” (Masculinidad sin adornos). Sin embargo, en su interior la mitad de las páginas de la revista son anuncios de complementos para la construcción del oso ideal, es decir, esos adornos de los que renegaba en la portada: gorras, tirantes, camisas de cuadros tipo leñador, botas de montaña, vaqueros, cinturones... Incluso la barba, elemento clave de esta cultura, suele aparecer cuidadosamente recortada en los modelos de la revista.

Se trata una vez más de una estilización de la conducta, pero es importante señalar que la masculinidad heterosexual participa exactamente del mismo proceso. El hombre heterosexual aprende desde el nacimiento unos códigos que va a repetir continuamente, y que marcarán su experiencia subjetiva de la masculinidad. Pero esos códigos no son menos artificiales que los de un leather o un oso. Es más, podríamos decir que ‘la heterosexualidad’ es uno de esos rasgos que constituyen la masculinidad ideal. Lo interesante de los osos es que utilizan los códigos masculinos pero al final se produce una traición, no son hombres ‘de verdad’ porque son gays.

Es importante recordar que “vestirse de hombre” es algo que los hombres aprenden; los hombres “biológicos” repiten unos códigos que les integran en la hombría “social” y en la masculinidad, pero esos códigos vienen dados por un contexto cultural concreto, no son propios de ningún sujeto a priori. Si llevamos al extremo esos códigos de la masculinidad, como hacen los leather y los osos, podemos mostrar y desenmascarar ese carácter teatral de toda identidad.

Sin embargo hay siempre un envés en estos procesos sociales, se da la posibilidad de una asimilación a los sistemas de dominación heterocentrados.

La otra lectura que podemos hacer de estas subculturas va en la dirección contraria. Lo bear plantea una posibilidad de normalización y de integración bastante peligrosa. Su parecido a la cultura heterosexual dominante hace que a veces se caiga en la tentación de recuperar el discurso plumófobo y normativo. Algunas corrientes de la cultura de los osos son profundamente plumófobas (además de misóginas y lesbófobas), acusan a las locas de dar una imagen ridícula de los gays, y reivindican una masculinidad “normal” e integrada que busca la aceptación del colectivo heterosexual. Son argumentos del tipo: “soy normal, no quiero diferenciarme de los heteros, soy un hombre masculino, no quiero que se me note que soy gay, así me aceptan mejor, yo valoro a los hombres de verdad no a esas locas ridículas...”. En realidad este discurso supone un nuevo proceso de armarización, un uso interesado de la masculinidad para pasar ‘desapercibido’.

Esta lectura, profundamente conservadora, pretende recuperar la idea de un hombre natural, y vincularla de forma directa con la masculinidad (como si el binomio hombre=masculinidad tuviera sentido). Para la mirada heterosexual es también enormemente reconfortante, permite recuperar a un gay “sano”, que no cuestiona la masculinidad ni perturba sus códigos. Este proceso muestra la capacidad de los sistemas para asimilar e incorporar las nuevas identidades.
No obstante, siempre nos queda la posibilidad de retorcer de nuevo los códigos, de hacer proliferar nuevas subculturas que desestabilicen el sistema heterocentrado y su producción de géneros estables.



Javier Sáez, Sociólogo .

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