La ciudad adoquinada en sus escondidas
callejuelas y retorcidos callejones por la piedra pura canteada en el
borde de la majestuosa cordillera volcánica. En las esquinas de
penumbras ávidas y perfumadas meretrices yacen en la blasfemia de sus
boquitas pintadas y el espanto de sus cuerpos descarados. Desde el empedrado nace un cañaveral hirsuto
de pecados, de ignominias, de voces ásperas y gestos procaces, de
caricias insinuantes y de regateos humillantes, de orgullos de reina que
se vende al mejor oro y altiveces de campeador orgulloso de su oro. La
noche está cuajada, tumultuosa, con luces, cantos, risas, con el escozor
del licor definiendo el idioma, el dialecto, el lenguaje en la
desinencia de las palabras que venden y compran, oros y cuerpos de por
medio.
Fulgidos salones entretejidos de opacidades
olorosas a coñac, a tabaco, a piel sudorosa en el benjuí, a rimel de
pestañas que aletean con la fúnebre coquetería de negras mariposas
anoréxicas. Atrás, en los cuartos clandestinos los lechos poseen la
densa gravitación de deseos impúdicos mezclados con una humedad corporal
que arremete y transgrede, ya sea entre las sabanas miasmáticas o en el
azogue del espejo voyerista que hace de cielo sin astronomías estelares
ni pájaros estridentes. Se atraviesa la medianoche como el eje de una
hipérbola, se repiten los guiños faroleros, se duplican las hetairas,
las esquinas son las mismas y el sabor del aguardiente se quiebra en los
hocicos de los perros asintóticos. El alcohol pulsando los entresijos de
perversos ardores trepa los muros con sus vidrios astillados, adopta la
impostura sin cerrar los ojos, socava los cimientos del verano nocturno
vehemente e indómito.
Un légamo gris, como de lejía, se esparce
como una baba de ceniza cubriendo los cuerpos mutilados, los escombros y
las huellas eróticas de una triste Pompeya. La silueta monstruosa del
monasterio esconde los secretos fraudes del opio y el oro transmutados
en voluptuosas carnes palpitantes, en mustias muecas de labios
descoloridos que cohabitan en las obscenas miradas de sigilosos faunos
transeúntes.
Un
rito nupcial, consumado en suntuosos lenocinios o míseros prostíbulos,
en los rincones encharcados o en los profundos portales, se sacraliza
con un óleo espeso, seminal, entre los vapores orgánicos y el vaho
sofocante de las extremas cercanías del oprobio. Desde el ilimitado
palomar de los entretechos y las cornisas surge una difusa nube-sombra
punteada de pequeñas máculas en vuelo que giran en un gran semicírculo
cortando el cielo enclaustrado en el vericueto de las ultimas calles
como la guadaña siseante de la Dama del Negro Velo, y vuelven a sus
nidos furtivos cuando la tenue luminosidad de la madrugada ya se refleja
en los restos de las osamentas que sucumbieron a cierta introvertida
quiromancia.