domingo, 2 de junio de 2013

La Condena




Miro a la camarera que viene y me dice justo lo que quiero oír. Miro a mi lado y la veo a ella, La Imperturbable (últimamente me gustaba refirme así a ella en mi pensamiento).
Observo el ritual de la camarera al ponerme mi Pálido con Coca cola, sinuosamente.
Vuelvo mirar a la que está a mi lado y me despierto por enésima vez del sueño.

¿Cómo acabó La Imperturbable ocupando mi vida?

Miro a la camarera y me la imagino poniéndome los hielos con los dedos para después llevárselos lentamente a la boca. Ya solo puedo sobrevivir alimentándome de esas pequeñas fantasías, efímeras, voluptuosas y, sin embargo, cargadas de esperanza. Podía ser la camarera, la mujer que me vende el periódico o la chiquilla que vuelve todas las mañanas del colegio de monjas, incluso el cartero y su poder de jugar con los destinos de personas desconocidas y de entregar decisiones irrevocables.
Entre la Imperturbable y yo ya estaba todo más que dicho. La quiero y eso duele. Es una condena que me obligo a vivir. Tengo miedo a que me odie (eso me hiere y me gusta). Hacía mucho tiempo que cuando se dirigía a mi, me limitaba a subir el volumen del televisor, que no parábamos a mirarnos en la cama.
Y ahora el bar vacío, haciéndonos la soledad más sola. Ya no nos basta.
Últimamente ya solo nos gustaba ir a bares vacíos, para dejar de airear algo que fue nuestro; para que nadie más, excepto nosotros dos, se siga creyendo esta mentira que en el tiempo dura ya años.
Me pregunto cuánto tiempo hace desde que podíamos hacer el amor sin estar borrachos.
¿Hace cuanto tiempo que nuestro amor empezó a ser una quimera, un mero deseo egoísta, un aburrido deseo cumplido?
Y ahora me encuentro incapaz de cerrar un cerrojo que he abierto mil veces. Y ella hermética.
La camarera se deja ver entre la barra y la cocina, ese objeto de deseo. Es que no estamos dónde queremos estar. Intento maquinar en mi cabeza una situación para que la diosa de los hielos y yo tengamos que acabar en el pequeño almacén del bar. Quiero que me bese antes de saber su nombre, que me abrace por primera vez.
Cuatro copas después, miro a la imperturbable y le digo: -¿Nos vamos? Con un movimiento de los hombros me hace entender que le da lo mismo. Ya todo le da lo mismo.
¿Quién pone las reglas? ¿Conocí el amor?

Dejamos el bar entre suspiros y zozobra, miro a la camarera, mi diosa de los hielos, y le digo con la mirada: RESCÁTAME.

Siempre me he considerado un nihilista. Por eso me casé con un maniquí y ahora sé que yo también lo soy.
Ahí se quedaba la camarera, sola. Deberíamos desencajar las articulaciones. Pero, si es un monstruo, ¿Por qué la quiero besar?

Llegamos a casa; tan llena de silencios y suspiros, con el papel pintado que se despega de la pared por la calima que inunda el aire. Se me ocurrió que aquel papel pintado, era cómo una metáfora de nuestra relación.

-Crema de calabacín, como todos los jueves.

Miro la puerta de la calle.


Gracias a la inspiración de Jose Rosales







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