domingo, 4 de junio de 2017

Diario de un voyeur



Había vuelto a mi vida sin ni siquiera sospecharlo; yo llegaba apresurado al metro como todos los días y el tren entraba en el andén cuando yo todavía no había terminado de bajar las escaleras. Gané la medalla de oro en los 12 metros obstáculos. 

Allí estaba él, de pie, consultando las notificaciones del día. Me puse de espaldas a él para que no sintiera mi mirada acosadora, esa mirada que meses atrás le dedicaba en exclusiva a cada uno de los detalles que formaban su figura. Pero yo, que no soy nueva en esto, me guardaba una carta bajo el brazo: podía ver su reflejo en el cristal que tenía enfrente.

Por fin, en la parada de Sants estació se bajaba una pasajera de la fila de asientos que había a su lado. Lástima que no podía verlo de frente. El destino me llamaba a ser discreta, a conseguir la victoria en la prudencia. Solo me quedaba mirarlo de reojo. 

Su chaqueta negra perfila el bulto de su pantalón, enmarcado en un precioso cinturón que lucía un día sí y un día no. El sumum de la sutileza. Eso me bastaba. Por fin se aposenta, y sus virtudes realzan su figura sentada. 

Todavía me perdía en cada uno de sus detalles; su pelo era fuerte y abundante con una ancha frente que desvelaba su cuarentidad. Su ropa, casi ejecutiva, bambas informales, camisa sin chaqueta. Su barba, lo suficientemente corta como para trabajar cara al público en cualquier administración y lo suficientemente larga para llamar mi atención. Sus gafas de concha, que se ponía y quitaba cada vez que miraba el móvil, las suficientes veces como para desvelar su coquetería. 

Por fín hoy no me había castigado con su indiferencia. ¿Habrá sido culpa de mi discreción o quizá había engordado tanto que ya no reconoce a su voyeur del metro?

Nadie


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